LA CONSUMACIÓN DE NUESTRA ESPERANZA

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Mauricio Montoya Vásquez

IV año de la etapa Configuradora

Domingos atrás veníamos meditando en el Evangelio de san Juan, sobre el discurso del Pan de Vida, reconociendo cómo Jesús se identifica o se da a conocer como quien es el Pan que da la Vida verdadera y eterna, el Pan bajado del Cielo.

Sin embargo, este domingo XX del Tiempo Ordinario, coincide con la solemnidad de la Asunción de María al cielo, y nos encontramos con el Evangelio de san Lucas, donde se nos narra la visita que hace María a su prima Isabel y el posterior canto del Magníficat que Lucas ha puesto en sus labios.

Luego del esplendido encuentro con el Ángel en Nazaret y del impacto de la sorprendente elección que Dios ha hecho de ella, la joven Madre se pone en marcha hacia la casa de su prima, con el solo deseo de poder servirle.

Ante la quietud del anciano Zacarías que luego del anuncio ha quedado enmudecido (Lc 1,20), se presenta el dinamismo de la joven María que entona un hermoso canto de alabanza a Dios por la grandeza de su gracia. Este canto es el canto de la mujer que ha sabido escuchar, vivir y encarnar la Palabra de Dios, es el canto de quienes con ella alaban diariamente al Señor desde la vivencia del testimonio de adhesión al Amado, Palabra hecha carne.

Se manifiesta aquí la liberalidad del «fiat», la Madre que es Madre enamorada, es también Madre desde la absoluta libertad, ya que María se ha donado completamente a su Creador demostrando que, al contar con Dios en la vida, todo se hace posible.

La solemnidad que celebramos nos recuerda que María, al finalizar su vida terrena, ascendió en cuerpo y alma al cielo, en la plena comunión con Dios, dando testimonio con esto de la vida eterna que ha prometido el Hijo para quienes han participado del pan bajado del cielo (Jn 6,41) y han bebido de la fuente del agua viva (Jn 4,14).

El encuentro entre estas dos mujeres que nos presenta el Evangelio de Lucas, es el encuentro que se da entre quienes han sido tocados por el obrar de Dios, es un encuentro rebosante de Espíritu Santo, por esto el Magníficat se convierte en una confesión y un testimonio de la providente bondad del Creador para con su criatura, este canto, que se presenta como una alabanza personal, es el canto de todo hombre que descubre la presencia constante y el actuar providente de Dios en su historia de vida.

La fe que alegra a María, la hace ser la «κεχαριτωμένη», la rebosante de gracia, esto lo vemos constatado en el saludo que Isabel le dirige cuando la ve: «¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor te anunció» (Lc 1,45). La fe es el trasfondo de toda su vida, ella bien puede ser llamada la gran creyente, y, además, la más humilde.

Es precisamente su fe y humildad lo que le permite reconocer que la providencia de Dios no deja abandonados a sus hijos, que Él con absoluta misericordia los auxilia diariamente y que, como Padre protector de sus hijos, les defiende de la soberbia del mal que busca dañarles.

Por esto que quien ha acogido la Palabra en su misma carne y ha sabido hacer la voluntad del Padre (Mc 3,35), no podía conocer la corrupción del sepulcro, pues como dice san Agustín: «El que naciendo de ella pudo hacerla virgen, y pudo hacerla ajena a la putrefacción y al polvo, pues la putrefacción y el gusano es el oprobio de la condición humana. Y como Jesús es ajeno a dicho oprobio, a él se sustrae la naturaleza de María, de la cual está probado que Jesús tomó la suya. La carne de Jesús es la carne de María. […] Así pues, el mismo e idéntico subió a los cielos y llevó sobre los astros la carne que recibió de su Madre, honrando así a toda la naturaleza humana, y mucho más a la de la Madre».

Por tanto, el contemplar todas las grandezas que Dios hizo en María debe conmovernos profundamente, ya que son anuncio y confirmación de nuestra esperanza de habitar en el cielo, en la casa del Padre. En la solemnidad de la Asunción descubrimos que nuestra vida no es un largo camino sin meta, sino una peregrinación confiada y certera hacia el Padre que se enternece al vernos, sale a nuestro encuentro, nos abraza y besa con infinito amor (Lc 15, 20).

Finalmente, en la figura de María asunta al cielo, encontramos contenido el misterio indescriptible de la salvación del hombre, y este hombre no es el de épocas pasadas o el de tiempos futuros sino el de todo presente que sucede infatigablemente en la historia de salvación. El hombre está llamado a descubrir al dirigir su mirada a la figura de la Virgen María, la imagen de la madre que lo acoge por medio de la Iglesia y en ella, la certeza de salvación concedida por la ofrenda del Hijo amado del Padre. La Asunción es, por tanto, certeza de la esperanza de salvación que alienta a los hombres, pues María es testimonio de la consumación de esta esperanza.

~Mauricio Montoya Vásquez

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