Llegamos al ápice del tiempo pascual, no a su fin. La Pascua impregnará todo el tiempo con los dones del Espíritu de Jesucristo. Así pide el sacerdote en la oración colecta, «no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica», Lo sucedido en el Pentecostés de los discípulos acontecerá, hoy, en nosotros.
Los Hechos (2,1-11) describen el Pentecostés de los discípulos: primero un viento recio, luego un fuego que precedió la presencia del Espíritu Santo e inspiró a los discípulos a hablar en las lenguas propias de cada uno de los testigos provenientes de distintas latitudes del mundo. Las lenguas que en Génesis (11,1-9) dispersaron, ahora reúnen y expresan el actuar maravilloso de Dios capaz de vincular a los seres humanos desde adentro, desde su Espíritu.
Según el Salmo 103, las creaturas no solo evocan al Creador, sino que dependen vitalmente de Él, fueron creadas con su Espíritu y lo contienen. De esta unión peculiar con el Espíritu de Dios, nace la experiencia de la oración descrita por Pablo (1Co 12,3b-7.12-13): «nadie puede decir “Jesús es Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo». Pablo percibe al Espíritu de Dios como aquel que reúne los fragmentos de una vida dividida por el pecado. Pero el Espíritu no solo une al interior de un cuerpo, sino al interior de la Iglesia, actuando a través de la diversidad de dones. Dicha diversidad no acentúa, paradójicamente, las diferencias, las supera. Lo diferente resulta necesario para unir. Cristo, al entregar su cuerpo, nos reúne, haciéndonos su Cuerpo.
El Evangelio de esta solemnidad (Juan 20,19-23), leído ya en el segundo domingo de este tiempo, nos vuelve a iluminar. Encerrados por el miedo, Jesús se presentó a sus discípulos. El temor fragmentó su fe y Jesús les dio la oportunidad de creer de nuevo a partir de su saludo: «Paz a vosotros». Si es posible la paz allí, en ese cuerpo herido de Jesús, lo será en los discípulos que vencerán su miedo dejándose poseer por la alegría. En la alegría, el discípulo es renovado desde lo íntimo. Desde adentro, Jesús «respira» en este misionero su Espíritu: esto significan, exactamente, las palabras «exhaló su aliento sobre ellos», cuando se traducen de la lengua griega en que fueron escritas. Respirando en nosotros, dejamos de estar solos: si el ser humano cree, vence la soledad con la cual ha sido infectado por el pecado, desintoxicando su cuerpo con la presencia de Dios. En este estado, el discípulo podrá ser enviado para que el Espíritu de Cristo respire en otros, haga vivir a otros, los reconcilie extinguiendo el poder del odio. Y la vida que mora en nosotros, el Espíritu de Jesús, desafiará las leyes de la naturaleza prolongando nuestra vida hasta hacerla eterna, siempre cielo, siempre Pascua.