QUIÉN DUERME, CRISTO O EL HOMBRE
Reflexión de Mc 4,35-41
El texto de este domingo del Tiempo Ordinario, nos recuerda con cariño las palabras del Papa Francisco quien, en marzo del 2020, ante una plaza de San Pedro vacía, con el mundo como su auditorio y una humanidad herida por la Pandemia del Covid 19, reflexionó sobre este mismo pasaje evangélico, recordándonos que en esta barca estamos subidos todos los hombres, que compartimos el mismo oleaje contrario y que, aunque parezca distinto, Dios no duerme ni es indiferente al sufrimiento humano, de allí que repitiera una y otra vez las palabras de Jesús: ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?[1].
Al acercarnos al texto podemos notar una acción común, como es el viaje en barco, acompañada de un milagro que el Señor hace sobre la naturaleza: calmar el oleaje impetuoso que amenazaba con hundir a los tripulantes. Como es normal el temor de apodera de quienes, sabiendo manejar la nave, como expertos navegantes, concluyen que el desenlace será fatal, de seguro que dicho juicio no es adrede sino que es fruto de la pericia de quien sabe juzgar una situación tal. Pero en todo este asunto se olvidan de que no van solos, que con ellos hay una presencia sublime, que para este momento del evangelio ya les ha demostrado que es capaz de cambiar toda realidad, de sanar leprosos, de levantar tullidos, de expulsar demonios y hasta de moverlos a ellos mismos a entregar su vida para seguir un proyecto distinto y mejor.
En la lógica del escrito no es tanto Jesús quien no se percata de lo que pasa alrededor, sino que son ellos quienes batallan contra el oleaje sin tenerlo en cuenta, ya que se pudieron dirigir a él mucho antes, pero solo en el momento más crítico se acuerdan de acudir a quien verdaderamente los podría ayudar.
Este pasaje evoca, con toda razón, el poderío del Señor sobre la naturaleza, gráficamente manifestada en domar las impetuosas aguas, tal como lo vemos en el pasaje de Job que acompaña como primera lectura la liturgia de este domingo, o como se nota en el Espíritu que aletea sobre el caos primigenio dando pie a la aparición del cosmos, o como quien detiene las aguas del diluvio permitiéndole al hombre volver a habitar en la tierra, o como quien permite que el pueblo elegido salga de su situación de esclavitud pasando por en medio del mar con los pies totalmente secos, o como el Israel que entra a la tierra prometida haciendo que convenientemente pare el cauce del rio Jordán. Definitivamente es el mismo Dios, quien anteriormente posibilitó todo esto, el que ahora le habla directamente a la tormenta y permite que ésta se calme.
El evangelio de este domingo nos coloca frente nuestros propios miedos confrontados con la fe que decimos profesar. Es verdad que las vicisitudes del mundo a veces parecen desbordarnos y que incluso nos sentimos ahogados por los problemas que no siempre sabemos manejar, pero también es cierto que, como creyentes, no podemos pensar que estamos solos, que la desgracia y el mal vencen finalmente o que vamos vertiginosamente hacia un abismo sin que nadie lo pueda impedir.
San Marcos, tan fiel a los pormenores, es el único que, al contar este suceso[2] nos regala un detalle verdaderamente hermoso, y es el lugar donde duerme Jesús: según el Evangelista estaba en la popa, que es la parte trasera del barco, donde las naves de la época tenían el timón de dirección, dejando ver que el Señor está dando rumbo a esta experiencia y, sin ellos saberlo, los está guiando hacia la confrontación con sus propios temores pero, como bien lo atestigua la Escritura, acompaña a quien camina por cañadas oscuras, por el valle de la muerte, por momentos de sufrimiento y dolor. Aunque muchos crean que Dios es impasible ante nuestras luchas y otros afirmen que no es lo suficientemente misericordioso ya que permite el sufrimiento humano, el sigue allí, junto a nosotros, en nuestra barca, en nuestra vida, marcando la ruta, calmando nuestras más feroces tempestades.
No nos durmamos en nuestra relación con Dios, más bien sintámoslo cercano, presente y actuante; porque, como afirmaba san Agustín al respecto: «… naufragaste. ¿Cuál es la causa? Porque duerme en ti Cristo… te olvidaste de Cristo. Despierta, pues, a Cristo; acuérdate de Él, está despierto en ti; no dejes de pensar en Él ».[3]
[1] Cfr. Bendición Urbi et Orbi, marzo 27 de 2020
[2] Cfr. Mt 8,23-27 y Lc 8,22-25
[3] Sermón 63,2