Personje Bíblico: Moisés

Entre los personajes más representativos del Antiguo Testamento, la figura de Moisés es la que más sobresale por su importante papel dentro del desarrollo de Israel como una nación constituida por Dios, regida por una ley divina y heredera de una tierra santa; acompañándola desde Egipto, en la esclavitud, hasta las estepas de Moab, desde donde divisó la tierra prometida por el Señor (Dt 34,1). Sin embargo, la historia de Moisés no va acompañada únicamente de increíbles hazañas, sino que se envuelve en un sinfín de dificultades y tropiezos, aun desde su propio nacimiento (Ex 2,1-10). Inclusive, cuando Dios llama a Moisés no lo hace por su poder o por sus admirables capacidades humanas y talento para liderar; al contrario, Dios lo escoge para dirigir a su pueblo en las circunstancias más precarias de su vida: es un fugitivo de Egipto, vive en Madián, lejos de su propio pueblo, y pastorea un rebaño que ni siquiera le pertenece (Cf. Ex 2,22.3,1); sumándole que es «torpe para hablar» (Cf. Ex 4,10). Dios sorprende a Moisés en medio de aquella situación de fracaso y le encomienda la tarea más grande de su vida; tan grande que será recordada por todas las generaciones[1]. Pero, como es de esperarse, Moisés presenta varias objeciones que humanamente le impiden asumir semejante responsabilidad eficazmente. Así también sucede con otros personajes de las Sagradas Escrituras, que se reconocen indignos o incapaces frente a la misión dada por Dios (Cf. Jr 1,6- Jon 1,1-3). A pesar de todo, el Señor le otorga el poder necesario para llevar a cabo la tarea confiada, mostrando a través de él grandes signos y prodigios que permitan reconocer la gracia actuante de Dios por medio suyo (Cf. Ex 4,1-9). Porque no es su obra, es la obra de Dios.

Si bien, Moisés es puesto por Dios para liberar al pueblo elegido de la esclavitud, para acompañarlo y conducirlo hasta la tierra de promisión; esto lo hace en una íntima relación con Dios y, a la vez, con el pueblo: habla cara a cara con el Señor, como con un amigo (Cf. Ex 33,11), pero también intercede frecuentemente a favor Israel, a pesar de su pecado (Cf. Nm 14,10-19). Se convierte en un «puente» entre Dios y su pueblo. No es un asalariado que se aprovecha de la debilidad de Israel para sacar beneficios egoístas (Cf. Jn 10,12-13), sino que sufre y se alegra con el pueblo encomendado a su cargo. Se compromete como verdadero pastor.

Así pues, el llamado de Moisés debe iluminar nuestra propia vocación; que debe ser acogida, no en mérito a las diversas capacidades que tengamos o por los múltiples esfuerzos que podamos hacer, sino como un don que nace de la iniciativa y de la gratuidad divinas, que se nos da, sobre todo, para ponerlo al servicio de Dios y de su Iglesia. El llamado que Dios nos hace a cada uno de nosotros, como a Moisés, es en virtud de su pueblo elegido, la Iglesia, para liberarlo del yugo del pecado y conducirlo al encuentro salvífico con Cristo. Entonces, no podemos pretender la consecución de nuestros intereses egoístas o la búsqueda de la vanagloria. La grandeza de este llamado supera todas las riquezas y los honores de la vida presente; de tal manera que nos invita a dejarlo todo para adquirir el más grande de los tesoros (Mt 13,44). El don de la vocación al ministerio sagrado no es una gracia que transforma y vivifica solo a quien la recibe, sino que transforma y vivifica a toda la comunidad eclesial, a quien sirve y acompaña.

En definitiva, la auténtica vocación se funda en un profundo enamoramiento de Cristo y de su obra redentora, que invita ineludiblemente a una unión tan perfecta con Él que es posible decir: «Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí» (Gál 2, 20). Porque, así como en el rostro de Moisés resplandecía la gloria de Dios, con un brillo tan fuerte que debía ser cubierto con un velo (Ex 34,29-35); de la misma manera, el resplandor del Evangelio debe brotar tan intensamente desde interior del vocacionado que muchos vean en él el rostro misericordioso de Dios que acoge, perdona y santifica. Es un resplandor que debe penetrar y transformar el corazón de cada hombre, llamándolo a la comunión íntima con Cristo.


[1] Papa Francisco, audiencia general. Biblioteca del Palacio Apostólico. Miércoles, 17 de junio de 2020.

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