Dios tiene corazón

“Colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se trueca en impetuoso torrente, desbordado en los más variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras tan inolvidables como significativas: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen»[1]”. Con estas palabras, Su Santidad Pío XII, en su carta encíclica sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús, elogiaba admirablemente el amor ardiente de nuestro Señor Jesucristo cuyo mayor exceso tuvo lugar en el altar de la cruz.

¡Dios tiene corazón!, y palpita de tal manera que no se ha quedado prendido en su pecho, sino que se ha dejado herir y, vulnerado, se traslada hasta el hombre para hacerlo beber de las “fuentes de la salvación” (Cf. Is 12, 3). Definitivamente, esta noticia la tiene que conocer el mundo. Pernoctar perenemente en el amor de Dios debe ser la mayor aspiración de los cristianos y el Corazón de su Hijo Jesucristo es el medio por excelencia para llegar a tal fin. Cuánto debería consolarnos saber que hemos sido pensados, amados, guardados y reservados para Dios. Este misterio evoca significativamente aquella imagen del Buen Pastor ya vislumbrada en el salmo cuya plenitud ha sido Cristo: Junto a él nada nos falta, somos herederos de dulces pastos que sacian nuestra avidez, las aguas torrenciales de su bondad reparan nuestras voluntades débiles y se nos es dispuesta una mesa en la que rebosa nuestra copa y se colma nuestra esperanza (Cf Sal 23).

Celebrar esta solemnidad constituye una oportunidad de agradecer y valorar profundamente la historia de la salvación puesto que, en ella, ha deseado el Señor hacernos partícipes de su misericordia entrañable. Por medio de esta fiesta somos trasladados al Calvario para hacer memoria de los padecimientos de nuestro Señor y confiar en que el pecado y la muerte han sido vencidos perpetuamente por el sacrificio de su corazón adorable. Volvamos a aquella hora en la que se “cubrieron de luto los montes” en cuanto languidecía la faz adolorida del Salvador y se abrían para los hombres las puertas de la vida. Cuánta gracia nos vierte una contemplación profunda de la pasión del Señor, aunque desprovista de cualquier sentimentalismo superficial y vacío de nuestra parte. El corazón de Jesús nos espera, por él ha triunfado en nosotros su misericordia.

Este amor se hace ofrenda, Eucaristía. Por esta razón, la Solemnidad del Corazón de Jesús está vinculada directamente con nuestra subida cotidiana al altar para dejarnos atiborrar de la caridad infinita de Dios Padre y así ser signos evidentes de su presencia en el mundo, especialmente para los más pobres y necesitados. Nosotros no solo somos destinatarios de una promesa, también la prolongamos, extendemos los brazos del Verbo Eterno que están dispuestos a cubrir la multitud de nuestros pecados para purificarlos y hacernos creaturas nuevas. No podemos despreciar tanta bondad proferida por nuestro Señor.

El Seminario Conciliar del Sagrado Corazón de Jesús, nuestra casa de formación, hace alarde de su nombre y se engalana con la celebración de su santo patrono. Nosotros, seminaristas y sacerdotes, queremos formar nuestro corazón a semejanza del de Cristo para que no sean nuestros gestos, palabras y acciones, sino las suyas, las que lleguen a los hombres que estén prontos a dejarse inspirar por el caudal de amor que de su costado hemos recibido. Como vocacionados unimos nuestra voz a la del salmista para proclamar que Dios nos ha dado ingreso a su intimidad, desde donde nos llama y nos envía, pues “los planes del Señor subsisten por siempre, los proyectos de su corazón de edad en edad” (Sal 33, 11).


[1] Haurietis aquas. III, 19

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