SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

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Pbro. Diego Alberto Uribe Castrillón

La Palabra Divina es don. Luz para los hechos cumplidos, bondad de Dios que, desde los profetas nos habla de gracia y de misericordia, lectura gozosa de lo que los Apóstoles contemplaron del Verbo que pudieron palpar (cf. I Juan 1, 1ss), cercanía con un misterio que puede ser cantado con la voz del salmista y aplicado con largueza y gozo a los que amaron a Jesús desde la eternidad o, como en el caso de la Madre, que fue amada por Dios y, como dice el Dogma, «Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte»[1]

En efecto, desde el Antiguo Testamento las figuras avanzan hasta nosotros recordando las mujeres gloriosas que fueron cantando con sus vidas la anticipada melodía de esa sinfonía amorosa que es María, de esa dulcísima manifestación de la gracia, de esta Madre y Hermana nuestra que fue llamada por Dios a dar a luz al Salvador cuando llegase el momento culminante[2],  cuando la historia alcanzara su cima y su plenitud en Jesús.

Leyendo la Palabra de esta Solemnidad, que tiene Vigilia y día, aunque nos concentremos propiamente en las que se han de leer el 15 de agosto, encontramos varios motivos sugerentes: Sólo la fe permite que comprendamos como la visión del Apocalipsis nos muestra en la gloria el Arca de la Alianza[3], justamente cuando se empieza a librar la terrible batalla en la que el mal quiere apoderarse de la obra de Dios.

María es esa Arca destinada desde la eternidad para contener la revelación de Dios. La evocación veterotestamentaria del Arca de la Alianza se convierte en visión de victoria, por eso el Arca no está en la Tienda, en la dimensión de lo pasajero y de lo efímero, en el Apocalipsis ya está en el Cielo (Cf. 11, 9ª), visible para los que tengan la gracia de “ver” con los ojos de la fe, de tener los ojos fijos en las cosas de lo alto, como lo dice la oración Colecta, de la Misa, en su original latino: “ad superna Semper inténti”[4], y que por fortuna nos recuerda el texto de la carta a los Hebreos 12, 1-2: “En consecuencia: teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, 2fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”, por eso, también a la derecha “está la Reina, enjoyada con oro de Ofir”( Cf. Sal 44, 10bc.)

Elegida para la gloria, veremos también en María cumplida la voz de San Pablo que, en la carta a los Corintios (1 Corintios. 15, 20-27) nos habla de inmortalidad, de muerte vencida, de triunfo de la vida y de la esperanza, justamente porque en Cristo ocurre de ese modo y esperamos nos ocurra también a nosotros. La Resurrección de Jesús es primicia compartida, es victoria heredable y que se da por concesión a los que vivan como El, incluso a los que mueran como El.

El Salmo nos presenta una Reina que es glorificada y ensalzada, se proclama una belleza espiritual exaltada, pero también se evoca una llamada que Dios hace a una reina para que suba a lo más alto de la gloria y desde allí mire avanzar la historia dramática del mundo. la lejana reminiscencia de la prometida del Rey debe referirse a la Iglesia que avanza hacia la gloria en la que ya está una reina coronada que aguarda la Princesa.

El Evangelio, que es el canto del corazón, canto de María, retrato de su vida, de su experiencia de Dios, cuenta las maravillas de Dios desde la óptica piadosa y humilde de quien a si misma se llama sierva. Habla de un Dios que rescata a los que ama, que derriba los tronos que suele alzar la humana vanidad, para elevar a quienes han sabido comprender su vida como un acto humilde, como el camino por el que pasa Dios, redimiendo, santificando, iluminando la vida de cuantos a él se confían.

Es, pues, una fiesta de exultante esperanza que proclama el paso de esta vida limitada y frágil a la gloria de lo eterno, a la luz que vence toda tiniebla, a la aurora maravillosa que vence la larga noche de nuestra historia con el esplendor de aquella que se “viste de sol” porque el sol mismo se refleja en su carne purísima, en su mirada dulce, en su vida enteramente dedicada a ser modelo y figura para cuantos, por invitación del mismo Señor, la hemos acogido como Madre.

No es fácil para el mundo comprender el mensaje de este día. Vivimos atraídos por cosas tan pasajeras y el corazón se va llenando con el peso de tantos afanes que le impiden aspirar a lo trascendente. Somos muy pesados, nos vamos volviendo masas informes y bloques de hielo.

Se va llenado la vida como de rocas que nos impiden alzar el vuelo y terminamos tan apegados a lo intrascendente, que nos cuesta mirar a lo alto, aspirar a la gloria, subir a lo excelente, crecer en la esperanza.

Para la Madre del Señor la Asunción no es sólo un privilegio, es una consecuencia de su vida. Es la corona a la vida entera de la Mujer Gloriosa en la que puso su mirada el Señor. Es la coronación de una Reina que supo ser Sierva, de una Señora que supo ser Hija, de una Madre y Maestra que supo ser discípula.

La Virgen fiel nos muestra como su vida, simple y preciosa, dulce y fiel, probada y glorificada a la sombra de la cruz de su Hijo, es para todos el modelo más perfecto de existencia cristiana, el recorrido más glorioso, el camino que avanza por el drama de la historia, llenando de luz y de esperanza la vida de cuantos encuentran en su camino la bondad y la alegría de quien, con nosotros se arriesga por los caminos del mundo para darnos aliento con su aliento, fuerza con su fuerza, alegría con su alegría.

Es esta, entonces, la solemnidad de la esperanza. La fiesta de una Madre que desde la gloria acompaña el camino de los hijos que recibió en la Cruz de su propio Hijo[5].

Es la fiesta de la alegría de una humanidad que, en la noche de la historia, sabe que Dios mismo ha encendido una estrella tan fulgurante que puede mostrar a los navegantes el puerto seguro, que puede señalar a los caminantes la meta en la que nos espera el Señor.

La Asunción de María es, por lo tanto, nuestra fiesta, la de cuantos sabemos que no estamos solos en el camino de la vida, que el cielo no es una remota idea sino una meta, que la vida no se extingue en las angustias pasajeras, sino que es aspiración de gloria y camino de esperanza.

Con cuanta piedad desde hace siglos la Iglesia le dice: “a ti clamamos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. Esta súplica no es una lamentación. Es una invitación a transformar este camino en un camino de gloria, a cambiar el valle de lágrimas en el país de la vida que prepara a los creyentes para el eterno gozo.

Esto nos compromete a seguir luchando para que los que nos llamamos hijos de tan excelsa reina, sintamos que la mano bondadosa de esta Madre nos pide que sanemos las heridas, que curemos el dolor de todos, que sembremos en medio del desierto del mundo el árbol frondoso de la esperanza, que seamos capaces de restaurar en su dignidad y en su humano esplendor la vida de cuantos siguen oprimidos por el yugo del pecado, de la injusticia, del desamor, de la violencia, de la desesperanza.

Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, Obispo y Mártir, acierta al decir: “ Creo que la Madre de Dios vive con su cuerpo real como el mío, pero saturado de divina luz y con los mismos sentidos que percibieron los goces y dolores de la maternidad; creo que su corazón palpita ahora y puede entrar en contacto con mi propio corazón; creo que me mira con los mismos ojos que contemplaron el cuerpo glorioso de mi salvador; …creo que en el último día yo he de resurgir del polvo y saltaré de una vez del seno de la madre tierra al corazón de la Inmaculada de la que me ha venido todo mi bien”.[6]


[1] Pio XII. Proclamación del Dogma de la Asunción. Munificentissimus Deus, 1950.

[2] Cfr. Gálatas 4.4.

[3] Apocalipsis 11,19

[4] Missale Romanum. In Assupmtione B.V.M: Omnípotens sempitérne Deus, qui immaculátam Vírginem Maríam, Fílii tui Genetrícem, córpore et ánima ad caeléstem glóriam assumpsísti, concéde, quaesumus, ut, ad supérna semper inténti, ipsíus glóriae mereámur esse consórtes. Per Dóminum.

[5] Cfr. Juan 19, 26.

[6] Jesus Emilio Jaramillo M. mxy. Apareció una mujer. Misioneros de Yarumal, p. 120

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