DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO

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Pbro. Tarcisio Gaitán

Es posible que, tras varios meses afectados por la pandemia producida por el Covid19, todos seamos ya conscientes hasta qué punto la situación evidenció algo que ya venía sucediendo en nuestros países: una profunda desigualdad, esos desequilibrios sociales que producen tantos descartados, como los llama el Papa Francisco. Los trapos rojos que aparecieron hace algunos meses en muchas ventanas fueron quizá el signo más evidente de la precariedad en la que viven muchas de nuestras familias. El evangelio que leemos este domingo nos ayuda a ver con los ojos de Jesús nuestra vida para “hacer la obra que Dios quiere”.

El pasaje se ubica después del signo de los panes, que se leyó el domingo pasado, y de la caminata de Jesús sobre las aguas del lago, que no se lee, pero que explica por qué la gente se maravilla que Jesús esté en Cafarnaún. El evangelista nos regala un diálogo en el que destaca la forma pedagógica como Jesús va llevando al auditorio a la revelación del Don más grande que Dios hace a la humanidad: el mismo Jesús, convertido en Pan de Vida.

Todo comienza con la búsqueda desesperada de Jesús por parte de la multitud que había sido beneficiada por el signo del pan. Sin embargo, esa búsqueda está motivada por un interés bastante estrecho: “maestro ¿cuándo has venido aquí?” La pregunta denota la falsa ilusión que se habían hecho de dominar de alguna manera la identidad de Jesús. Lo que les interesa no es escucharlo y hacerse sus discípulos, sino que no escape de su dominio. El Señor aclara que lo importante es trabajar no sólo por alcanzar las metas naturales de la humanidad, sino por trascender el horizonte cerrado del egoísmo humano y dejarse inundar por Dios. Sólo desde esa experiencia de adhesión personal a Jesús podremos disfrutar el alimento de vida eterna que nos da el Hijo del Hombre.

Los oyentes esperaban una señal absolutamente extraordinaria que les confirmara que Jesús era el Profeta Escatológico de Dios. El milagro del maná era la señal que confirmaba la autenticidad de Moisés en cuanto profeta; ahora Jesús debía mostrar una señal equivalente. Pero estaban equivocados: es Dios, y no Moisés, quien da vida al pueblo que ama. Y el Padre da a la humanidad un pan superior al maná del desierto. Es el momento en el que, para excluir cualquier equívoco, Jesús aclara: Yo soy el Pan de Vida, quien viene a mí no pasará hambre. Él es el don gratuito que el Padre ha dado a la humanidad por amor, para que alcancemos la vida que nos comunica mediante su Hijo.

Las dificultades que experimentan los personajes del evangelio para comprender a Jesús nos recuerdan nuestras propias limitaciones en la fe. También nosotros en ocasiones pensamos que seguir a Jesús consiste en cumplir otros mandamientos o vivir de acuerdo con la pluralidad de otras leyes distintas. Esto equivale a “vivir como los paganos” (segunda lectura), pensando que la salvación depende de nuestros méritos. Jesús subraya que lo único que Dios quiere es que lo reconozcamos a Él como su enviado y que nos adhiramos a Él como el Salvador del Mundo.

Y no hay que olvidar que Aquel que en el relato de hoy se proclama como “Pan que da la vida”, es el mismo que el domingo pasado se preocupaba por saciar el hambre de la multitud. Hay unidad profunda entre celebración de la eucaristía y caridad cristiana: quien participa del pan eucarístico debe trabajar para que en todas las mesas haya pan común (y todo aquello que el pan representa), especialmente cuando el hambre y el dolor son realidades tan lacerantes en tantos hogares.

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